Hace mucho tiempo atrás en una lejana tierra, en el año 1973 tres laboratorios en Nueva York, Baltimore y Uppsala, informaron de manera simultánea e independiente acerca del asombroso descubrimiento de los receptores opiáceos específicos en el cerebro humano. Se les llama opiáceos a los derivados del opio como heroína, morfina y codeína.
La existencia de receptores específicos para estos químicos, sugirió que el cuerpo humano debería producir sus propios opiáceos internos, ya que era difícil pensar que los receptores de dichas substancias estuviesen allí sólo para actuar en combinación con los opiáceos provenientes del exterior del organismo. Dos años después un par de investigadores ingleses encontraron algunos de esos opiáceos internos aislándolos en cerebros de cerdos. Los primeros opiáceos internos fueron cadenas de péptidos que recibieron el nombre de encefalinas, del término griego para designar al cerebro. Posteriormente se encontraron cadenas más grandes de péptidos que resultaron ser 40 veces más poderosas que la encefalina y 100 veces más que los opiáceos. A éstas y otras sustancias similares que fueron descubiertas posteriormente se les llamó endorfinas, queriendo dar a entender que eran morfinas internas.
Numerosos estudios han demostrado que después de haberse producido una actividad física aeróbica, existe un claro y significativo aumento de las endorfinas después del ejercicio. En corredores de largas distancias se ha logrado revertir la analgesia producida por el ejercicio, administrando inhibidores de la morfina. Lo que demuestra que utilizan los mismos receptores fisiológicos y además se comprueba el rol de las endorfinas como analgésico en estos atletas.
Es sabido que el ejercicio de resistencia tiene un potente poder antidepresivo, ya que tendría un rol importante en mejorar el estado anímico y subir la autoestima, efectos que probablemente, se cree, estarían mediados por las endorfinas.